jueves, 10 de mayo de 2018

Sumrrá

La música puede devolver la alegría en un par de horas. Prodigioso.

El sentido del tiempo en la música disuelve cualquier otra concepción del mismo. Desaparece el antes y el después. Da igual si piensas o no mientras sucede, porque en algún momento dejas de hacerlo, y en ese momento eres libre. Si la música no es eso, entonces es otra cosa, no música.

Que la música es un dios, decía Sobrinus en los años 90. Claro que es importante no confundir la música con los músicos, ellos solo son músicos cuando suspenden su pensamiento humano en favor del tiempo absoluto, y con ello el pensamiento ajeno.

Pero yo me enamoro de los músicos, de los humanos, porque lo confundo todo ante el arrebato, y no es cómodo, ni siquiera es real. Cuando ya estoy alienada por la confusión, me agarro y me agarro a mi elección, la defiendo hasta lo indefendible, buceo lo que no está escrito para perdonarme por llevar hasta el final mi defensa a ultranza de los mundos paralelos, o perpendiculares, de las posibilidades infinitas de cualquier persona por el hecho de haber elegido amarla alguna vez. Mi confianza ciega. Mi derrota. ¿Y qué pasa con la derrota? Nada, salvo el tiempo, el otro, el de la vida robada. El otro aquí y ahora de las palabras imposibles, el de los cálculos y los deseos, de las confusiones y los géneros, con sus mochilas cargadas.

Anda, mira, lo que se escribe con alegría.

La música no es terapia, porque su lenguaje está tan alejado de la terapia como lo está un otorrino de un ornitorrinco, a pesar de que pudieran confundirse por resonancias fonéticas en el segundo caso, o publicitarias en el primero.

Le declaré la batalla al miedo. Hace daño, impide avanzar. Y sabes lo que pasa cuando no tienes miedo? No lo sabes, pero al menos te pones en posición de averiguarlo.

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