Crónica de una manifestación pacífica violentamente abortada:
Aparcamos el coche a 300 metros de la mani, y ya hay policía, dos furgones, varios agentes pidiendo documentación. Criterio: pinta antisistema (nos libramos, tendremos que cambiar nuestra forma de vestir, de momento parecemos demasiado normales)
Vamos bajando, más policía, más peticiones de documentación. Llegamos a la plaza, cien manifestantes, doce furgones antidisturbios, cincuenta policías acordonando la plaza en la que estamos. Media hora más tarde, empieza el espectáculo: se ponen chalecos, cascos, sacan escudos, escopetas de bolas de goma. Estamos rodeados. Se colocan en formaciones de seis o siete agentes, en todos los puntos de la plaza. Da igual hacia dónde se mire, están por todas partes, a nuestro lado, del otro lado, en la acera de enfrente.
Momento de máxima tensión: en la parte de abajo de la plaza hay una zona de juegos infantiles, con niños y mamás y abuelos y abuelas, se acercan a desalojarla.
Nos ponemos las chaquetas, toda protección es poca, toca a un policía para cada tres, si mueven el brazo muy rápido da tiempo a mucho dolor. La chaqueta no ayuda mucho, hace buen tiempo y es fina. Una amiga embarazada se va, con toda la razón del mundo.
Zona de juegos desalojada, cualquier cosa puede pasar. Nos retiramos de la primera línea, la zona más cercana a los polis, y vamos buscando con la mirada zonas por donde salir corriendo, parece que va a hacer falta, pero no nos movemos mucho. Hablamos entre nosotros, intentando razonar, no pueden cargar aquí, no hay ninguna provocación, estamos aquí, simplemente, todos en una plaza pública. Alguna broma para liberar tensión, observación de número de testigos, de presencia de medios de comunicación, gente en las ventanas, esto es inaudito, nunca se ha visto aquí cosa igual, nadie recuerda un despliegue semejante, y menos para tan poca gente concentrada.
Pasa un poco de tiempo, no hay movimientos significativos. Calma tensa. Nos reforzamos en nuestro pacifismo, civismo incluído, no estamos haciendo nada, ni destrozos, ni pintadas, ni siquiera las típicas imprecaciones al cuerpo policial. Nada. Nos vamos sentando, algunos de espaldas a ellos, si lanzan pelotas, mejor en la espalda que en la cara, es surrealista tener que pensar en estos términos, es un acoso en toda regla, es la democracia que tenemos.
Media hora, quizá menos, es difícil mantener un percepción habitual del tiempo, da pereza mirar el reloj, hay cosas más importantes en las que pensar. Ellos son violentos por dinero, nosotros pacíficos por principios. El tiempo pasa, ellos están entrenados para estar inmóviles, nosotros podemos abrazarnos y animarnos, hacer bromas, sacar fotos.
La situación es tan absurda que llega la negociación. Ya hemos desistido de avanzar, sería casi una autolesión, no vamos a darles ese gusto. Y ellos quieren ver el partido. Conato de diálogo, a tal hora tienen orden de cargar. Leemos el manifiesto, y luego el repliegue, lento, por ambas partes. Algunos de nosotros se van, algunos de ellos también.
Y con ese goteo termina todo.
Un desalojo, otra okupación. Casa vacía desde hace décadas, abandonada al derrumbe en aras de la especulación inmobiliaria. Remodelada de forma comunitaria y voluntaria, reconvertida en centro social: charlas, conciertos, comedor solidario, asambleas, teatro, danza contemporánea, títeres, jam session, talleres. Ahora tapiada y destrozada, cristales rotos, tejado hundido, que se pudra hasta que se recupere el valor del solar, hasta la próxima recalificación beneficiosa para los de siempre.
Somos muy peligrosos, cuanto más desarmados, más peligrosos.
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