martes, 2 de abril de 2019

Nudos radioactivos

Necesitamos espacios de terapia donde poder hablar del dolor sin que nos juzguen, sin que nos den pautas. Que nos escuchen con complicidad y que se pongan de nuestra parte. Es imprescindible para acoger y reparar heridas. La violencia la arrastramos desde que tenemos uso de memoria. Hay cierto pacto social, escalofriante, para normalizarla e insensibilizarnos ante ella. Pero termina saliendo por algún sitio, porque reclama a gritos su espacio y su reparación. Su canal de salida es el cuerpo, a través de emociones que nos controlan y bloquean en los lugares y tiempos más insospechados. El lenguaje del cuerpo sigue siendo el gran desconocido. La razón ilustrada ha pretendido silenciar el cuerpo, y las instituciones reproducen ese silencio, que también es violencia. En un alarde de hipocresía descomunal, se ha querido frenar con leyes y castigos las formas de violencia más evidentes, lo cual puede parecer justo, pero no suficiente. Hace falta una mirada radical, que vaya a la raíz. 

Da igual qué tipo de violencia haya sido. Verbal, psicológica, de control, de abandono o negación de la comunicación, física, sexual, laboral....La arrastras, la normalizas, encuentras excusas para no volver a nombrarla, pensando que quizás, de esta forma, no volverás a sentirla. Podrías incluso enterrarla en el olvido, la negación como estrategia de superviviencia. Pero somos hijas de una dictadura, en el marco geográfico más cercano, y de un siglo, en general, violentísimo, cuyos efectos sobre las emociones no se conocen porque no interesa que se conozcan. No es extraño por eso que se haya generalizado la "pedagogía venenosa" (en palabras de Alice Miller), que no va de no poner límites, sino de hacerlo de una forma que genera, por fuerza, traumas variados, diversos y duraderos. Pegajosos, de muy largo alcance. En diferentes momentos de tu vida. A manos de diferentes personas, más o menos cercanas.

Para que una sociedad entera deje de hablar de los traumas de la violencia, se inventó el biologicismo, que muy resumidamente consiste en decirle a una persona que su dolor legítimo no tiene causas concretas y reconocibles en diferentes grados de violencias sufridas, sino que es un defecto de su cerebro que debe ser reparado con pastillas. Punto y seguido. Lo que sigue es el lenguaje clínico, compuesto de "síntomas" y "diagnósticos", que es de lo único que se hablará a partir de entonces. Y entonces, por seguir el hilo, tenemos a personas diciendo de sí mismas "soy bipolar", "soy esquizofrénicx", "soy TLP", y así con todo.

Encontrar a una buena profesional que escuche sin diagnosticar, que sea capaz de decirte que todo lo que pasó tuvo que hacerte daño a la fuerza, que lo que te sucede son las consecuencias naturales y comprensibles, es un lujo que debemos reivindicar hasta la saciedad en la sanidad pública. Para que deje de ser un lujo y se convierta en un derecho. Si el feminismo tiene o tendrá cierta capacidad para marcar agenda política, sería un grave error que se olvidase de esta reivindicación. Yo personalmente no estoy haciendo terapia en la sanidad pública, y me duele, pero es que uno de mis traumas tiene que ver con ese entorno, y mi cuerpo lo rechaza todavía con fuerza. Con tanta fuerza, que tardé veinte años en aceptar ayuda profesional, fuese pública o privada.

Ahora que por fin conseguí vencer ese miedo, por el bien supremo de cuidarme en serio, me encuentro con una persona que merece mi confianza bloqueada durante tantísimos años. De las sensaciones que rescato durante las sesiones, hay dos muy importantes: Una es el alivio de hablar de lo que duele, y que ese hablar permita ir desbloqueando los nudos emocionales, la mayoría de las veces en forma de llanto y maravilla, como si fuese una novedad absoluta descubrir que llorar ablanda y desbloquea, pero sobre todo la verdad experimentada e intuída de estar en camino de encontrarme cada vez mejor, a medida que se sucedan los alivios. Otra consecuencia, que parece más racional pero que va teniendo efectos emocionales muy necesarios, aunque lentos, es la reconstrucción del rompecabezas vital, desde el punto de vista emocional, la capacidad de comprender las causas y los efectos de comportamientos o sensaciones recurrentes que hasta ahora eran difíciles de controlar, o cuyo control no era más que espejismo paliativo, sin cimientos ni garantía de éxito, a merced de estímulos externos con demasiado poder sobre mí. Entender de dónde viene ese poder para ser yo la que ponga los límites y las condiciones de su alcance era tan necesario y vital, que todavía me encuentro anonadada por el descubrimiento, y desbordada por el alcance de sus consecuencias.

Entre sesión y sesión, intento distinguir la diferencia entre vivir y sobrevivir, y dejo que sea mi cuerpo el que me guíe. No es ningún tipo de terapia mística que niegue o desplace mi inteligencia ni mi capacidad de razonar, al contrario, se trata de no disociarlas, sino de que trabajen en equipo por el bien común. Sí es cierto que se habían descompensado, en detrimento de lo emocional, de manera que, aunque era capaz de verlo todo con la cabeza, mi cuerpo me traicionaba constantemente, reclamando atención.

Ahora tengo una imagen de este proceso, imagino un dibujo: un cuerpo que acoge varias cuerdas internas, bifurcadas pero conectadas, como si fuese un sistema paralelo de circulación. En estas cuerdas hay numerosos nudos, y cada nudo duele y aprieta hasta que el alivio de su reconocimiento lo enciende (como si fuera la radiación que descubrió Marie Curie) y el llanto correspondiente lo moja y lo ablanda. Es todo muy lento, porque no es algo intelectual. A veces tengo que esperar días y días para que otro nudo se ilumine, emocionalmente hablando. Nos ha jodido el cartesianismo, y ahí vamos, arrastrando la teórica jerarquía mente-cuerpo (sí, sí, en ese orden) desde hace unos cuantos siglos. Llevamos el cartesianismo grabado a fuego, porque el cuerpo, ya se sabe, era cosa menor. Comer, placer, dolor, miedo, bloqueo, esas chorradas, ¿no? En esas chorradas, o más bien desde ellas, hay material filosófico para darle la vuelta a la humanidad, en el mejor de los sentidos. De momento me conformo con darme unas vueltas por mi propio interior, continuando con ese empeño de cuidarme sin engañarme, asunto este, el del engaño, que queda en suspenso, a expensas de lo anterior.

Voy consiguiendo algunas horas sin opresión en el estómago, sin bloqueo, algunos atisbos de cómo me gustaría ser cuando mi cuerpo y mi mente caminen juntas, en equipo.


4 comentarios:

  1. Cierta vez, en clases de alguna psicología, aburrido lo indecible, una compañera intervino la charla del profesor defendiendo (apoyando probablemente sea una mejor palabra) las bondades de hablar sobre el trauma. Quizás era una clase de psicoanálisis o psicoterapias en general, no recuerdo bien. En medio de ese extraño fervor intervino otra compañera planteando lo siguiente: ¿Qué tal si la persona, el amigo, amiga, quien sea, no quiere realmente recordar o profundizar en el trauma o la violencia sufrida?

    ResponderEliminar
  2. Tengo la impresión de que ya había contado esto antes...

    ResponderEliminar
  3. No lo sé, Rodrigo, no sé si lo habías dicho antes. En cualquier caso repetirse sería lo de menos.

    Es cierto que la decisión de profundizar o no en los traumas del pasado es elección personal, y a partir de ahí, cada persona va decidiendo si está tomando el camino correcto, el que permite avanzar un poco hacia una vida con más calma y más ternura. Y sobre todo, con menos miedo.

    Un abrazo grande!

    ResponderEliminar