El mundo de las obsesiones se desparrama por las horas como una pérdida de tiempo, convirtiéndolas en pedazos espesos de pensamientos circulares, que intentan en vano convivir con cualquier otra actividad, con poco éxito. De esto se sale poniéndole nombre, rindiéndose a la evidencia, dejándose caer en ella con la obstinación de quien aspira a quererse lo suficiente como para equivocarse, y verse ridícula para a continuación desdramatizarse, esto último, mejor, en compañía. Una vez logrado dar estos pasos, tarea que puede durar una molesta cantidad de horas, lo que sigue es una cierta tranquilidad, acompañada de la tristeza de saber que, al final, no es para tanto. Y es triste, te pones a pensar en el tiempo perdido, en la incapacidad para otorgar a las cosas la importancia justa, en lo fatal que estás del tarro, y en lo bajas que tienes las psicodefensas. Quedas como tonta, midiendo tu vulnerabilidad en brotes de llanto que nunca cuajan por defecto de diana, hay algo que te dice que la diana no se lo merece, no del todo, o que no es esa, sino otras, y mientras piensas en qué es lo que te quiere hacer llorar, exactamente, la reflexión se lleva el proyecto de llanto por delante, te lo aborta sin permiso de la autoridad emocional. Ahí, que se líen a hostias las autoridades, a ver si se matan y despiertas de la pesadilla.
Al despertar, el dinosaurio seguía allí.
(Pero esta vez dormía plácidamente, y ya no resultaba peligroso)
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