sábado, 24 de marzo de 2018

Los cactus de Hobbes

Juraría que ayer escribí una carta de amor. El recuerdo es nebuloso, pero la prueba del delito es inequívoca, porque no comprendo el resultado. Lo importante es que me importa un pimiento.

En estas vacaciones que hoy empiezan, la gestión del estrés de las minorías se ha resuelto en esa tierna ofuscación, de duración limitada y controlada. A estas alturas, mi cuerpo considera lejano el sufrimiento psíquico de los últimos dos años, un duelo con todas sus letras, durante el cual el cariño, teoría y práctica, se mezcló con placer, conflicto, intimidad, dolor y fantasía. Cuando se está rota se quiere raro. Si tienes un descosido enfrente, a veces es mejor salir corriendo. Si el otro se adelanta, puente de plata.

Hoy voy a comer pescado fresco, pues se dice que es bueno para el estudio. Una vez estudié como una moto después de haber comido sargo de roca al horno, y tan contenta estaba, que quise compartir el éxito con la flor de mis desvelos. Debí de hacerlo fatal, pues justo después me dio un ataque de clarividencia en el que descubrí que la tal flor era en realidad un cactus, lleno de reservas de agua para sobrevivir solo en el desierto el resto de sus días. Respetando la naturaleza inmutable del cactus, y concediéndole a él, y solo en relación a él, cierto pábulo al determinismo genético, resolví adentrarme en el conflicto interior que suponía amar a un cactus, siendo yo abeja de colmena, más propensa a intimar con todo tipo de flores.

(Que el ingenuo y caprichoso espíritu renacentista que ameniza esta entrada nos libre del sueño de la razón que produce monstruos. La razón poética, desde luego, no va a callarse).


"Ninfas del paraíso soberanas,
sabed que estoy enferma y muy herida
de unos abrasadísimos amores

Cercadme de odoríferas manzanas
pues me véis, como fénix, encendida,
y cercadme también de amenas flores"

Luisa Carvajal y Mendoza (1566-1614)

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