Ayer me desperté con la metáfora del laberinto.
Delirar, puesto que no es más que tener que elegir entre opciones de interpretación de eso que llaman la realidad, se parece a entrar en un laberinto de caminos posibles. Las opciones estarían pintadas en las paredes, y es como recorrerlo leyendo tales pintadas, perdiéndose y desandando rutas a menudo. Pintadas espontáneas, ilegibles por veces, huellas de todo tipo de personas, informaciones y culturas anteriores. Pintadas que nos seducen, o nos preocupan, o nos iluminan con la fuerza de un clic o descubrimiento. Pintadas que convertimos instintivamente en símbolos, y es que el laberinto es un mito. Los mitos, ya se sabe, son cuentos mágico-pedagógicos que se transmiten de generación en generación, cuya función es aportar una explicación, metafóricamente, de cualquier aspecto humano. Luego siempre hay quien los toma al pie de la letra, tampoco lo recomiendo.
Lo que llaman curación consistiría entonces en dos cosas:
- Encontrar la salida, volviendo a una senda más transitada, más lineal, más segura en todo caso, pero con la memoria de haber estado ahí, y con la memoria también de la ruta de salida, no sea que toque volver a entrar.
- Aprender a vivir en el laberinto, montarte allí tu casa, tus planes, invitar a tus colegas a perderse un poco contigo, también. Si eliges esta opción, encontrarás canales de comunicación con el camino de fuera, hoy en día la comunicación no es ningún secreto, y las redes sociales acogen a todo tipo de refugiados, sea en modo virtual o físico, sólo hay que saber con quién juntarse. El hecho de encontrar personas que no te juzguen por una idea delirante es un principio de compañía y apoyo, probablemente sea también un paso en la búsqueda de la ruta de salida (por aquello de ver mundo, siempre gratificante para mentes inquietas).
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