martes, 27 de octubre de 2020

De cómo las terapias te normalizan, sin demasiado éxito.

A ver, que no me lo creo, me desbordo, me mandas de lado a lado, pierdo pie. Voy y vuelvo a mis amores, no entiendo nada, creo que es algo de locura, porque

quiero pegarme al suelo

quiero volar contigo

quiero no tener miedo. 

Qué barbaridad.

Y venga esta suerte extraña de echar de menos sin conocerte, de escribir por la mañana, y aún peor:

de imaginarte perfecto (ay, perdona, de verdad que lo siento).

Enfermita de romanticismo en este ratito loco, donde te vuelves comedia, ácida y de la buena. Con rimas de mercadillo te invito a un vermú en una terraza con mesitas pequeñas, en una calle antigua de la ciudad que me encendió, ya para siempre, las neuronas de bruja y la nostalgia del futuro, todo a la vez, sin anestesia. Así que te pregunto, con los ojos muy abiertos, si podrías enseñarme a estudiar sin darme cuenta, así a lo tonto, como quien simplemente vive sin tener que pensarlo demasiado. Supongamos entonces que nos emborrachamos juntos (de día, claro), y luego el sexo no funciona, pero qué risas. Porque mira que tengo dentro un incendio literario, yo que nunca fui poeta y cada vez soy peor. La idea de ser amigos me pone muy adolescente, en plan "el objetivo del arte es la construcción progresiva de una vida entera, de un estado de asombro y serenidad" (del libro, que al final no te dije el título). Serenidad poca, ¿eh? Telita. 



 

 

 

 

 





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