miércoles, 31 de julio de 2019

Relatos

A los trece años escribí una novela romántica. Era un remake de Regreso al futuro, con ambientación rural y nombres en inglés, nada más previsible en la edad del pavo. Tenía ritmo narrativo, una cápsula-caravana modelo prototipo de ciencia ficción y un amor adolescente, cómo no. Ni idea de dónde la tengo.

Tres años más tarde empecé otra, esta vez más densa, más gótica (evolución trágica del estilo). Los diálogos prometían, (me los había currado mucho, todo hay que decirlo), no los entendía ni yo. Corrió la misma suerte.

A los dieciocho vino el primer desamor. Ahí empecé los diarios terapéuticos, que sí conservo. Escribía para consolarme, conocerme y reafirmarme, para ubicar el dolor en algún sitio sobre el que pudiera tener cierto control. El bolígrafo era el mando del control. Y así me peleaba con la adolescencia:   

Si al principio estaba confusa sobre el criterio que iba a seguir para rellenar este cuaderno, ahora no lo estoy menos. Sigo dudando del criterio (al final será el orden de mis pensamientos), pero creo que ya conozco la finalidad: que estas páginas moradas sean testigo de mis reflexiones, de mis logros en las relaciones con los demás, de mis experiencias ( y sobre todo de mis impresiones sobre estas) y en definitiva, de la forma que poco a poco va tomando esta cabeza de serrín que está cambiando de relleno (aunque de momento vaya granito a granito).

Alguna vez han destacado la constancia como una de mis cualidades. Releyendo esto me parece un comentario tierno y halagador.

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