lunes, 27 de mayo de 2019

Platón como bajón.

Por mucho que se sientan en el cuerpo, los celos no dejan de ser expresión fisiológica culturalmente condicionada de un idealismo nada simpático. Idealizamos a la persona con la que pensamos, erróneamente, que competimos. La pongamos en un pedestal o la demonicemos, no dejamos de idealizarla, en ambos casos. Competición = guerra, Platón en sus horas bajas. (Perfección, superación...bla bla bla) Que no me digan que el platonismo, y más aún el neoplatonismo, no engendran el amor romántico, principio rector de la miseria relacional moderna.

Uno de los mejores profesores que tuve, de crítica literaria, nos contó un día una bonita historia: Somos como cuerpos geométricos multidimensionales flotando por el espacio que es la vida. Como tales, tenemos caras diversas, como las otras, que también flotan. Algunas de nuestras caras coinciden con algunas de las tuyas, de las suyas...y de esas coincidencias nacen amistades, amores, otras amistades. ¿Acaso podríamos pretender que todas y cada una de mis caras coincidiesen con las tuyas, con todas las tuyas, y con las de nadie más? Flotando giramos, y nuestras caras múltiples van encajando entre sí, puntual, caprichosa, intermitente-mente.  Si hay repetición en la intermitencia, si la repetición engrendra encuentros de caras nuevas, tenemos suerte. ¿Qué otra cosa podría hacerse con la suerte, sino cuidarla como un jardín?. Nunca colonizarla.

Otro profesor, al que me gusta llamar Hora (como el maestro de Momo), me vio dibujar un día, en su clase de Bellas Artes (me dejaba ir de oyente, como parte de un viaje existencial). Mi dibujo, inquietante y elocuente, debió de invitarle a hablar. Le hablaba entonces a mi locura desnuda, en aquella clase que recuerdo como un sueño. Hablaba de la ruptura del equilibrio, hablaba de salud mental mucho antes que yo misma. Del ruido interior, de la arquitectura interior, de cuando se volvía fálica (interpretación personal) y entonces algo vertical, muy vertical, lo que quiera que fuese, sobresalía insolente por encima del paisaje. Algo que rompe y ocupa demasiado espacio, que condiciona el mirar como un dogma violento. Sobresale y deja lo demás en sombra. Todas las otras caras del poliedro en sombra. Así hablaba él con mi dibujo, y no me creía capaz de olvidarlo, hasta que lo olvidé, por algún tipo de vulnerabilidad sobrevenida, pasto fácil de resplandores con más ingenio que corazón.

Aún así, siempre hubo jardines que cuidar. Por eso escribo, para cuidarlos y disfrutarlos.

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