domingo, 26 de agosto de 2018

Epicuro contra el amor

Vamos allá, cojo un cd cualquiera de los que tengo por casa, uno al azar, y sale The Wall, de Pink Floyd. Maldito pensamiento mágico. Mi aguja de marear se mueve convulsamente de un lado al otro del eje, del centro. Cuando hice la serie de entradas "Mapas locos" me mantuve alrededor del centro con un pudor casi reverencial. Ahora sé que era miedo, y que el miedo siempre es un estorbo, excepto cuando es un seguro de vida.

El monstruo discursivo, por entonces innombrable, era claramente el amor. Mi apuesta por la amistad en detrimento del amor sigue firme, pero no termina de protegerme de sus peligros. El amor, como idea, práctica o sospecha, me provoca una inseguridad molesta que amenaza mi salud mental. Molesta es un término suave, demasiado suave. La inseguridad es insoportable.

La Crítica del pensamiento amoroso de Mariluz Esteban me ayuda a ponerle palabras, y sobre todo razones, a esta inseguridad insoportable. Con ella voy encontrando argumentos fundamentados a la constatación evidente de que la centralidad del amor, especialmente para las mujeres, es un asunto ideológico que se desparrama por la cultura con la inercia imparable de una especie invasora. Apunta a la insuficiente problematización de este asunto dentro del feminismo, cuyos esfuerzos han ido más orientados a la crítica del sexo: la división sexo-género, la genitalidad del sexo heteropatriarcal, el orgasmo femenino, y bla bla bla.

Hay dos aspectos de esta obra que me han hecho clic: la naturalización de la mística amorosa, y la autoexigencia por parte de las mujeres del control de las emociones. En relación al primero, parece ser la razón principal de la ausencia general de crítica al pensamiento amoroso, como si el mantra subyacente fuese "no se puede hacer crítica del misterio". En la mayoría de productos culturales dirigidos a propagar la ideología amorosa (canciones, novelas, películas, etc), la mística amorosa se despliega con todo lujo de detalles: el amor como misterio, el amor como fuerza que todo lo puede o como sufrimiento que todo lo destruye, y más aún, el amor como paradoja que puede provocar ambos resultados: destrucción y salvación.

Si el amor es una ideología o sistema de pensamiento, entonces sí es posible deconstruirlo y confrontarlo con otros sistemas de valores, de ideas, de proyectos. Como a Mari Luz Esteban, a mí también me cae muy bien Epicuro, con su defensa del placer, la amistad y la conversación como ingredientes de primerísima calidad para la tortilla de la vida.

El segundo aspecto que me fascina del libro es la autoexigencia del control de las emociones. Sinceramente, creo que va mejor cuando se descontrolan, por lo menos sale todo para afuera y una se queda a gusto. Últimamente intento controlarme de una forma global, como si no tuviera edad para andar por ahí haciendo la loca, cuando, paradójicamente, lo primero que pongo sobre el tapete es que estoy como una cabra. De esta forma, entro en un bucle extraño, resultado de hacer explícito mi diagnóstico al tiempo que intento comportarme como la persona más normal, racional y serena del universo. Como tiendo a enamorarme de personas inteligentes, no cuela, pero mientras no me conocen un poco, lo perciben como una distorsión subterránea, más bien inconsciente, que a veces les atrae, y otras les aturde. Lo que se percibe, aunque no sea fácil ponerle palabras, es un sesgo en la expresión emocional. Supongo que es cuestión de ganas decidirse a ir más allá de la distorsión, pero eso no es del todo asunto mío

El control de las emociones tiene que ver con asumir, a priori, que el amor descontrola emocionalmente. Ahora bien, también me pregunto hasta qué punto es cierto, o simplemente es una indefensión aprendida, inoculada cual virus maligno en el lote de la ideología amorosa. Sea como sea, me manejo mal en la lentitud, y esto tiene todo el sentido en la experiencia: las mejores relaciones que he tenido han ido como un cohete. Y el amor ha venido como consecuencia, no como fabulación previa. Epicuro, no pasan los años por ti.

La reflexión sobre lo refrescante que resulta el placer como antídoto o contrapeso del enamoramiento me lleva de nuevo a uno de mis libros preferidos, Orlando, de Virginia Woolf. Atravesando los siglos a veces como hombre, otras como mujer, siempre recuerdo la diferencia cualitativa entre el siglo XVIII y el XIX. En el primero de ellos, siendo mujer, Orlando se mueve en la tradición libertina: su universo gira, básicamente, alrededor de buenos amantes y mejores conversaciones. En cambio llega al siglo siguiente y le da bajón: la preponderancia de lo romántico sobre lo placentero avanza paralela a la cantidad de visillos y figuritas que se esparcen por las casas burguesas, una mezcla de clausura espacial y horror vacui doméstico, justo en el momento histórico en que al capitalismo le da por mistificar a las mujeres como "ángeles del hogar", para mayor aprovechamiento de sus funciones reproductivas (y decorativas) al servicio de la expansión económica. Lo que le sucede a Orlando en el siglo XIX es para echarse a llorar.


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