sábado, 21 de noviembre de 2015

Fin de semana

  Hoy es sábado por la mañana. Me despierto tranquila y de buen humor, porque me siento querida

   Ayer estuve cenando con una grandísima amiga. Hablamos de cuidados, de bajones, de cómo actuar desde fuera cuando alguien está así. Hablamos del último número de la revista Feminista La Madeja, que llegó a mi casa justo cuando más lo necesitaba. En ese número, dedicado a los cuidados, hay un artículo mío. Pero sobre todo, hay páginas y páginas para reflexionar sobre qué son los cuidados: cuidados emocionales, cuidados en la vejez, autocuidado...

   Mientras lo leía, pensaba si esa sensación de tristeza casi absoluta, profunda y con mucho peso, no sería, a su manera, también una forma de autocuidado. Un mensaje que la mente lanza al cuerpo, o viceversa, sobre la necesidad de parar, de sentirse agotada, triste, y desbordada por situaciones que no se pueden controlar. No se puede controlar el sufrimiento (dolor, vejez, pérdida de autonomía...) de alguien a quien quieres muchísimo, no se puede controlar el descarrilamiento de una relación complicada, no se puede controlar el miedo a no poder con todo. No se puede controlar la llegada del invierno y todos sus fantasmas. Pero se puede intentar comprender, y dejar que se apodere de nosotros, esa necesidad en forma de tristeza y desconcierto. Suspensión de todas (o casi todas) las defensas. Enmienda a la totalidad del entusiasmo.

  "Estoy mal". Pronunciar esas palabras: ante tus amigos, en el entorno laboral, ante ti misma. Ser disidente rabiosa del pensamiento positivo, ese que te dice: "Tú sólo sonríe y sigue produciendo, y consumiendo"

  Así que volví al trabajo sólo por una razón: comprobar si un trabajo que me apasiona, con el que estoy muy comprometida, podría servir también para cuidarme. Y encontré entre mis alumnxs un cuidado de calidad inestimable: alegría, curiosidad, avances, y reconciliarme con el entusiasmo. Era eso, o pedir una baja para seguir parada, comprendiendo. Mucho mejor seguir comprendiendo en buena compañía, distraída con los misterios de la gramática, reconfortada por las paradas con mis compañerxs y la alegría de las clases, moderadamente preocupada por las correcciones (siempre generosas), y las faltas de ortografía.

 Todavía me quedan muchas horas de fin de semana.
 La tristeza sigue ahí, pero no está sola.

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