Hay demasiadas cosas simples que a veces no valoramos lo suficiente, enredadas como estamos en misiones imposibles en las que nos embarcamos (y nos embarrancamos), sin saber muy bien cómo empezaron, ni mucho menos cómo permitimos que se nos fueran de las manos y ocupasen tanto espacio, que dieran tantos problemas y, sobre todo, que durasen tanto tiempo.
Es tiempo, pues, de recuperar el inventario de los placeres de andar por casa, la lírica hogareña de los grandes salvavidas. La mirada de los gatos cuando estamos en paz con la vida. Escribir y escribir, siempre por la mañana o por la noche. Bajar a comprar pescado para compartirlo con un buen amigo. Pintar para calmar la ansiedad que nos coloniza a traición, y aprender de las emociones difíciles que se van aclarando, y coloreando, durante horas en las que no existe nada más, ni nada menos. Leer conectándonos emocionalmente con personas lejanas en el espacio y en el tiempo, con las que podemos mantener conversaciones interesantísimas. Tender la ropa de forma ligeramente sistemática, que nos proporciona orden y control sobre los aspectos más insignificantes, que a veces son los más difíciles de mantener cuando parece que nos caemos por precipicios emocionales. Fregar los platos después de haber tenido invitadxs, recordando los buenos momentos compartidos, y el combustible que supone para los próximos días, que no es poco. Encender el ordenador para abordar con ganas algún trabajo pendiente, algún encargo, algún proyecto que hace un poquito más grande la ventana hacia un mundo mejor. Dormir, sin miedo a lo que nos deparará el día siguiente. Y poco a poco, muy poco a poco, sentir que ya no nos ahogamos tanto, que hoy fue un poquito mejor que ayer.
Cuando me sienta libre para viajar a cualquier sitio, improvisando, sabré que me estoy curando, muy en serio. Mientras tanto, me conformo con ampliar el inventario, dentro y fuera de casa, de los pequeños placeres que nunca fallan.
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