Cuando mi profe de batería me mencionó ayer el concepto "memoria muscular", lo asocié enseguida, valga la redundancia, con mi propia memoria. Una memoria densa y llena de lenguajes, entre ellos, claro está, el musical. Una repleta también de heridas y ausencias, de olvidos justificados, y no tanto.
Ahora que me hago mayor y solo los idiotas lo mencionan para intentar hacer daño (mayormente a sí mismos), bucear por mi memoria llega a ser, en ocasiones, un agradable paseo. Sobre todo por el bosque de la música, espeso y fascinante como un genuino cuento de hadas. A pesar de los años, o más bien gracias a ellos, y con un poquito de voluntad por ambas partes, sigo haciendo amigxs. Siendo como es una forma de amor, con más o menos proximidad física, la amistad tiene un ingrediente químico similar al romántico, un chispazo de complicidad que a veces se da el primer día... y otras el segundo. La música es un acelerador de partículas. Por supuesto que soy consciente de que estoy mezclando física y química, como para no.
En la física musical se ubica la memoria muscular. En esas tierras se funden, como queso, lo que recuerda un brazo, un oído, con la operación mental de traducir una partitura. El lenguaje musical, al igual que el de palabras, requiere de su propia discursividad, el chispazo del cerebro uniendo sonido y tiempo, baqueta y pentagrama, vista y oído, y ahí se echan al monte, al río, on the road, discurriendo, haciendo discurso, contando algo. Asombro y felicidad, por más breve o ilusoria que al final resulte ser. Tratándose de música, siempre carpe diem, que el tiempo se fuga solo te pongas como te pongas.
Vale muchísimo la pena buscar un poco de felicidad en la música. Que nadie, nunca, te diga que es tarde.